Kjell Askildsen > Tomás

adam gai
Adam Gai
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4 min readJan 4, 2024

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(mi traducción de la inglesa de Seán Kinsella)

Me estoy poniendo terriblemente viejo. Pronto, escribir me va a costar tanto como ahora caminar. Así como van las cosas, lo hago lentamente. No más de unas pocas oraciones por día. Hace un par de días, me desmayé. Parece que me estoy acercando al final. Cuando sucedió, yo estaba tratando de solucionar un problema de ajedrez. Tuve una sensación de súbita debilidad. Era como si la vida se disipara. No causaba dolor, pero resultaba levemente desagradable. Y entonces yo debí haber perdido la conciencia porque cuando abrí los ojos mi cabeza estaba sobre el tablero. Los dos reyes y algunos peones se habían desplomado. Era exactamente como yo quería morir. Probablemente es mucho pedir, eso de morirse sin dolor. Si cayera enfermo, si tuviera fuertes dolores y sintiera que la enfermedad y el sufrimiento llegan para quedarse, sería bueno tener un amigo que me ayude a entrar en la nada. Por supuesto, está prohibido por la ley. Las leyes son conservadoras, desafortunadamente. Por eso, hasta los médicos prolongan el dolor de las personas, aun cuando saben que no hay remedio. A eso lo llaman ética médica. Pero nadie se ríe. Los que sufren no suelen reírse. El mundo no tiene compasión. Dicen que durante la gran purga en la Unión Soviética, a los condenados a muerte les pegaban tiros en la nuca, mientras los llevaban de vuelta a sus celdas para esperar la ejecución. Lo hacían de repente, sin aviso. Pienso que era un rasgo de humanidad en medio de tanta miseria. Pero entre la gente hubo manifestaciones de protesta: al menos deberían haberles permitido morir enfrentando cara a cara al pelotón de fusilamiento. El humanismo religioso es más que un poco cínico. Bueno. el humanismo en general.

De cualquier manera, recobré la conciencia, estando mi rostro entre las piezas del ajedrez. Eso era más o menos, como despertase después de haber dormido normalmente. Me sentía ligeramente confundido. No sabía qué hacer fuera de poner las piezas de ajedrez de nuevo en su lugar. Pero no podía concentrarme para resolver el problema. Estaba por ir a sentarme junto a la ventana, cuando sonó el timbre. No voy a atender, pensé. Es, probablemente, algún evangelista que quiere hacerme creer en la vida eterna. Últimamente venían muchos. Parece que la superstición experimenta un resurgimiento de popularidad. Pero entonces sonó de nuevo el timbre y me encontré dudando. Generalmente, ellos tocaban una sola vez. Entonces grité: un momento. Empecé a caminar hacia la puerta. Duró un poco. Estaba allí un muchacho. Vendía rifas para mantener a la banda de música del colegio local. Los premios eran, sin mala intención, un insulto a la gente mayor. Una bicicleta, una mochila, botines de fútbol y cosas parecidas. Pero no queriendo ser despreciativo, compré una rifa. Aunque no me interesan las bandas de música. Mi billetera estaba sobre la cómoda. Entonces, tuve que pedirle que entrara a la casa. Si no, él tendría que esperar mucho. Caminó detrás de mí. Supuse que nunca había andado tan lentamente en su vida. En el camino, para matar el tiempo, le pregunté qué instrumento tocaba. No sé,me dijo. Pensé que era una extraña respuesta, pero supuse que era tal vez un tímido. Yo podía haber sido su bisabuelo. Quizás lo era. Tengo realmente muchos biznietos, pero no conozco a ninguno de ellos. ¿Le duelen mucho los pies?, me preguntó. No, lo que pasa es que son terriblemente viejos, repliqué. Ah, bueno, dijo, pareciendo tranquilizarse. Llegamos a la cómoda y le di el dinero. Entonces me dio un ataque de sentimentalidad. Sentí que él tenía que gastar un montón de tiempo para vender una sola rifa. Entonces compré otra más. No es necesario, me dijo. Justo en ese momento sufrí un inesperado mareo. La sala empezó a dar vueltas. Tuve que asirme de la cómoda y al hacerlo se me cayó la billetera abierta al suelo. Una silla, por favor, dije. Tan pronto como la trajo, el muchacho comenzó a recoger el dinero desparramado. Gracias, muchacho, le dije. De nada, me contestó. Puso la billetera sobre la cómoda. Mirándome con una expresión seria, me preguntó ¿Nunca sale afuera? Y entonces me di cuenta que, probablemente, yo había estado afuera por última vez. No puedo correr el riesgo de desmayarme en la vereda. Eso significaría ir a parar a un hospital o a un hogar de ancianos. Ya no, repliqué. Oh, exclamó y me miró de una manera que me conmovió nuevamente. Yo me estaba volviendo un viejo tonto. ¿Cómo te llamas? le pregunté, y su respuesta sólo empeoró las cosas. Tomás, dijo. Obviamente no iba a contarle que yo tenía el mismo nombre, pero eso me puso en un peculiar, casi solemne, estado de ánimo. Bueno, quizás no era tan extraño. Parecería que las campanas doblaban por mí. Entonces de repente sentí que yo deseaba darle al muchacho algún recuerdo. Yo sé, yo sé, pero yo no era el mismo en ese momento. Entonces, le pedí que bajara la lechuza tallada que estaba en lo alto de la estantería. Esto es para ti. Es, incluso, más viejo que yo, le dije. No, no puedo, dijo él. Yo dije Sí, muchacho. Sí, sí y quiero agradecerte por tu ayuda. ¿Serías tan amable de cerrar bien la puerta al salir? Te agradezco tanto. Entonces, se fue. Parecía feliz, pero tal vez estaba fingiendo.

Desde entonces he tenido algunos serios mareos. Pero puse mis sillas en posiciones estratégicas. Eso hace de la sala un desastre lamentable, casi da la impresión de ser casi inhabitada. Pero todavía estoy viviendo aquí. Viviendo y esperando.

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